May 28, 2013. “La discusión constitucional en perspectiva comparada” La Tercera

The original article was published at La Tercera (Chilean newspaper).

La actual discusión sobre un eventual reemplazo constitucional en Chile liderada por candidatos presidenciales y columnistas de diversas áreas ha estado caracterizada por una descripción sesgada y poco informada sobre la experiencia internacional. En la discusión se ha
obviado la evidencia de que los reemplazos constitucionales (1) no son infrecuentes, que (2) pueden causar tanto inestabilidad como estabilidad política, que (3) no necesariamente implican cambios más profundos que una reforma constitucional convencional, que (4) las
preferencias de quienes hacen las reformas condicionan fuertemente los resultados y que (5) el mecanismo más usado para cambiar las constituciones han sido las asambleas constituyentes.

Elkins, Ginsburg y Melton (2009) analizan todas las constituciones promulgadas entre 1789 y 2006. Su análisis demuestra que, a nivel mundial, las constituciones tienen menor esperanza de vida que los gatos: 19 años. Casi todos los países tienen constituciones (Israel, el Reino Unido y Arabia Saudita son raras excepciones) y casi todos las han cambiado al menos una vez. De hecho, de acuerdo a Ginsburg, Elkins y Blount (2009) cada año son reemplazadas entre 4 y 5 constituciones, mientras que entre 10 y 15 son reformadas.

Los reemplazos constitucionales pueden generar tanto inestabilidad como estabilidad política. De acuerdo a Elkins, Ginsburg y Melton, uno de cada cinco reemplazos constitucionales ocurrió cuando hubo un cambio de régimen, lo que indica que tanto nuevas democracias como
dictaduras han redefinido las reglas básicas de convivencia social con miras a lograr una mayor gobernabilidad. Asimismo, varios estudios han asociado causalmente las constituciones con cambios en calidad de democracia (Lijphart 1999; Powell 2000; Colomer 2001), política
exterior (Feldman 2005), políticas públicas y desempeño económico general (Persson y Tabellini 2003; North y Weingast 1989).

Los reemplazos constitucionales no necesariamente cambian más el contenido de las constituciones que las reformas convencionales. La carta magna mexicana, creada en 1917, ha sido tan reformada que su versión actual es muy distinta a la original. En el extremo opuesto,
el dictador Rafael Trujillo reemplazó cuatro veces la constitución dominicana pero la mayoría de las veces sólo hizo cambios cosméticos a su contenido. Sin embargo, según Elkins y compañía, en promedio los reemplazos constitucionales cambian el 19% del contenido de las
constituciones, mientras que las reformas sólo el 3%.

El profesor del CIDE mexicano, Gabriel Negretto, ha demostrado a través de múltiples publicaciones cómo los cambios constitucionales realizados en América Latina, al igual que en el resto del mundo, representan las preferencias de quienes reforman la constitución. Por lo
tanto, entender los incentivos de quienes hacen las reformas es crucial para entender el resultado. El mecanismo menos representativo de las preferencias del electorado es aquel en el que un comité de expertos redacta la constitución de espaldas a la ciudadanía, como sucedió
en Chile en 1980. La carta magna será más inclusiva a medida que las visiones de más actores políticos y sociales relevantes se incluyan en su proceso de redacción y aprobación.

Algunos políticos y comentaristas han descartado la opción de cambiar la constitución a través de una asamblea constituyente recordando los resultados de los procesos organizados en Venezuela (1999), Bolivia (2007) y Ecuador (2007). Sin embargo, las constituyentes no las
inventó Hugo Chávez; la mayoría de los reemplazos constitucionales en el mundo se han hecho a través de asambleas constituyentes. Ginsburg, Elkins y Blount analizaron el proceso de creación de 460 de las 806 nuevas constituciones promulgadas entre 1789 y 2005, y las
principales responsables de reemplazar las constituciones fueron asambleas constituyentes (129 veces).

Examinar brevemente la experiencia internacional sirve para aclarar algunos puntos centrales. Primero, reemplazar la constitución no necesariamente causaría inestabilidad política. Segundo, un reemplazo constitucional no es sinónimo de una reforma institucional
significativa. Tercero, llevar adelante una reforma constitucional es menos vistoso, pero más fácil de realizar y puede ser igual o más profunda que un reemplazo constitucional. Cuarto, si el objetivo es redactar una constitución nueva que intente representar proporcionalmente las preferencias del electorado, la sustitución tendría que hacerse a través de un cuerpo (ya sea congreso o asamblea constituyente) electo a través de un sistema que tienda hacia la representación proporcional. Sustituir la actual constitución a través de un congreso electo por una fórmula que distorsiona significativamente las preferencias de los votantes, como sucede con el sistema binominal, limitaría severamente la representatividad (y por tanto legitimidad) de los eventuales cambios.

Referencias
Colomer, Josep M. (2001). Political Institutions: Democracy and Social Choice. Oxford, New York: Oxford University Press.

Elkins, Zachary, Tom Ginsburg, and James Melton (2009). The Endurance of National Constitutions. New York: Cambridge University Press.
Feldman, Noah (2005). “Imposed Constitutionalism”. Connecticut Law Review 37: 857–89.

Ginsburg, Tom, Zachary Elkins, y Justin Blount (2009). “Does the Process of Constitution-Making Matter?” Annual Review of Law and Social Sciences, vol. 5 (5): 201-223.

Lijphart, Arend (1999). Patterns of Democracy: Government Forms and Performance in Thirty-Six Countries. New Haven: Yale University Press.

North, Douglass, y Barry R. Weingast (1989). “Constitutions and Commitment: The Evolution of Institutions Governing Public Choice in Seventeenth-Century England”. Journal of Economic History, 49 (4): 803–832.

Persson, Torsten y Guido Tabellini (2003). The Economic Effects of Constitutions. Cambridge, MA: MIT Press.

Powell, Jr., G. Bingham (2000). Elections as Instruments of Democracy: Majoritarian and Proportional Visions. New Haven: Yale University Press.

 

November 2006. “Democracia y matrimonios presidenciales: poca competencia y rotación en la élite política” Nueva Sociedad 266

The original article was published at https://nuso.org/articulo/democracia-y-matrimonios-presidenciales/

Las presidencias del continente corren la amenaza de convertirse en un patrimonio familiar. Las dinastías políticas fueron comunes durante el siglo XX, cuando distintos miembros de familias poderosas –especialmente padres e hijos– se rotaron en la presidencia. En los últimos años la práctica se ha extendido para incluir a las primeras damas. El fenómeno tiene efectos nocivos sobre la representatividad del sistema presidencial.

No son pocas las primeras damas que han buscado la presidencia tras una temporada en el palacio de gobierno. Entre ellas, la trayectoria de Cristina Kirchner es excepcional ya que tuvo una extensa carrera como legisladora antes de llegar como acompañante a la Casa Rosada (2003-2007), donde intercambió sillones con su marido Néstor para gobernar entre 2007 y 2015. Las otras primeras damas con ambiciones presidenciales estuvieron involucradas en actividades políticas antes de llegar al palacio de gobierno, pero no ocuparon puestos de elección popular. La probable próxima presidente de Estados Unidos, Hillary Clinton, fue electa senadora y luego designada como secretaria de Estado solo tras acompañar a su marido Bill en la Casa Blanca. La hija del expresidente peruano Alberto Fujimori, Keiko, se hizo conocida tras sus seis años como primera dama (1994-2000), cargo al que llegó a los 19 años de edad. Después de eso, logró ser legisladora y candidata presidencial dos veces, en 2011 y 2016, alcanzando en ambas ocasiones la segunda vuelta. Sandra Torres, primera dama de Guatemala entre 2008 y 2012, fundó con su marido Álvaro Colom el partido Unidad Nacional de la Esperanza, que lo llevó a él al poder. Pero Torres nunca estuvo en un cargo político formal. Como las leyes del país centroamericano prohíben que familiares directos de mandatarios se postulen a la presidencia, en 2011 se separó de Colom con el único propósito de sucederlo. La Corte Suprema y luego la Corte Constitucional vetaron su candidatura, pero Torres prosiguió en su afán y fue autorizada para competir en las elecciones de 2015, en la que perdió en segunda vuelta. Xiomara Castro, ex primera dama de Honduras entre 2006 y 2009, también estuvo involucrada en el Partido Liberal en la elección de su marido Manuel Zelaya a la presidencia, pero no ocupó puestos de elección popular. La popularidad que le otorgó vivir en la Casa Presidencial de Honduras la llevó a postularse a la presidencia en 2013, y quedó en segundo lugar. Finalmente, el próximo 6 de noviembre la actual primera dama de Nicaragua, Rosario Murillo, será candidata a vicepresidente de su marido, Daniel Ortega, en la presidencia desde 2007. La candidatura de Murillo se ha interpretado como un afán de dejarla como sucesora de su marido, quien tiene 70 años y padece de una salud frágil. La vicepresidencia sería el primer puesto político de Murillo.

La irrupción de las primeras damas como contendientes por la presidencia se suma a una tradición de familias políticas que han ocupado altos puestos de poder. Prácticamente cada país del continente tiene un grupo de familias poderosas que se repiten en la presidencia. La lista es extensa incluso si solo recordamos algunos casos de padres e hijos que se repitieron en la presidencia –y que constituyen una submuestra de quienes lo intentaron–. En Estados Unidos, John Quincy Adams (1825-1829) sucedió a su padre John Adams (1797-1801), así como George W. Bush (2001-2009) repitió la experiencia de su progenitor George H.W. Bush (1989-1993). En Colombia, Andrés Pastrana (1998-2002) replicó la experiencia de Misael Pastrana (1970-1974), y Alfonso López Michelsen (1974-1978) la de Alfonso López Pumarejo (1934-1938). En Costa Rica, Ricardo Jiménez Oreamuno (1910-1914, 1924-1928 y 1932-1936) se repitió tres veces en el poder, una más que su padre Jesús Jiménez Zamora (1863-1866 y 1868-1870). En Chile, Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000) siguió los pasos de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), tal como antes Jorge Alessandri (1958-1964) emuló a Arturo Alessandri (1920-1925 y 1932-1938). En Panamá, Martin Torrijos (2004-2009) gobernó democráticamente, a diferencia de su padre, el general Omar (1968-1981). Finalmente, en Uruguay hubo cuatro Batlles, dos padres y dos hijos. El último fue Jorge Batlle Ordóñez (2000-2005), hijo de Luis Batlle Berres (1947-1951), cuyo sobrino José Batlle y Ordoñez (1903-1907 y 1911-1915) siguió a su padre Lorenzo Batlle y Grau (1868 y 1872).

A esta lista se suma la dinastía de algunos de los peores tándems de dictadores del continente. El nicaragüense Anastasio Somoza (1937-1947; 1950-1956) heredó la presidencia a sus retoños Luis (1956–1963) y Anastasio (1967-1972, 1974-1979), mientras que el haitiano François Duvalier («Papá Doc», 1957-1971) fue sucedido tras su muerte por «Baby-doc», el fatídico Jean-Claude (1971-1986).

Posibles causas

Una causa necesaria para explicar la irrupción de los matrimonios con ambiciones presidenciales es el que la presidencia haya dejado de ser considerada por el electorado –y particularmente por la élite política– como una cosa exclusivamente de hombres. Éste es un fenómeno relativamente reciente en todo el mundo. La elección de Violeta Chamorro (1990-1997) en Nicaragua marcó un giro en las oportunidades para las mujeres en el continente.1

Una vez que se volvió viable que una mujer fuera electa, las primeras damas comenzaron a contar con ciertas ventajas para alcanzar la primera magistratura. Primero, tienen la posibilidad de hacerse conocidas y lucirse a nivel nacional con un altísimo grado de exposición mediática. De hecho, ese fue el camino de todas las políticas mencionadas –y basta con mirar el rol de Michelle Obama en la campaña de Hillary Clinton–. Con el tiempo las primeras damas han desarrollado un rol mucho más destacado que en el pasado. Prácticamente todas aquellas que aspiraron a la presidencia estuvieron involucradas en causas sociales, políticas públicas, y campañas electorales. Este cambio en el uso del puesto responde a una estrategia que busca sacar mayores réditos mediáticos. Lo interesante de este aspecto es que las primeras damas suelen involucrarse en actividades que aumentan su reputación, desde convertirse en íconos de moda –camino que hoy sigue Juliana Awada en Argentina–, hasta involucrarse en causas honrosas, como luchar por la pobreza, la equidad de género y los derechos infantiles. En otras palabras, es un puesto que ofrece posibilidades de lucirse.

Las características descritas las convierten en potenciales candidatas competitivas, ya que los partidos no necesitan invertir tanto dinero, tiempo y energía en hacerlas conocidas y ya cuentan con una base de popularidad inicial. Pero su competitividad es, a la vez, síntoma de los mismos problemas en el funcionamiento democrático que implica la predominancia de familias políticas. Y, para colmo, tienden a reforzarlos. En países con sistemas de partidos débiles, la política tiende a alejarse de la discusión de proyectos ideológicos y se centra en personalismos. Nombres y apellidos reemplazan a ideas y principios. Además, las dinastías revelan una falta de competencia y rotación en la élite política. Esto afecta la representatividad del sistema, ya que refuerza la separación entre las élites y el electorado que pretenden representar. No es de extrañar que el paso siguiente sea el descrédito de los votantes en las instituciones que garantizan el funcionamiento democrático.

Por supuesto, una primera dama competente o que tiene una destacada trayectoria tiene todo el derecho a competir por alcanzar la primera magistratura. De hecho, como se mencionó, los matrimonios presidenciales suelen tener a la actividad política como un aspecto central en su sociedad conyugal. Pero las virtudes de los cónyuges no son transferibles entre sí, y lo que cabe esperar en un sistema competitivo es que la sangre (o el contrato matrimonial) no condicionen quién se arrellanará en el sillón presidencial. En los casos descritos, resulta probable que ninguna hubiese llegado a la presidencia de no haber estado casadas antes con un presidente.

Los matrimonios presidenciales recuerdan a los tres principales teóricos de las élites que surgieron a partir de fines del siglo XIX. Los italianos Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y el alemán Robert Michels coincidían en que la élite política se perpetúa endogámicamente, seleccionando a sus miembros desde la clase privilegiada. Aunque la perspectiva actual es que existen distintas élites y diferentes miembros y funciones al interior de éstas, los matrimonios presidenciales nos recuerdan que la composición de quienes se sitúan en la cúspide de la élite política no necesariamente progresa en el tiempo en términos de competitividad y representatividad.

 

1. Las dos presidentes que la precedieron, Isabel Martínez de Perón (1974-1976) en Argentina y Lidia Gueiler (1979-1980) en Bolivia, no fueron elegidas (la primera era vicepresidente y la segunda líder de la cámara baja) y fueron defenestradas en golpes militares.

 

May 5, 2017. “5 lessons from former presidents on making good decisions” The Washington Post.

The original article was published at https://www.washingtonpost.com/news/monkey-cage/wp/2017/05/05/5-lessons-from-ex-presidents-on-making-good-decisions/

Many observers have been questioning Donald Trump’s decision-making. But how can we assess presidential decision-making? Presidents make the most consequential decisions in presidential political systems. And yet we know little about why heads of government decide as they do, or about the circumstances that surround their decisions.

And so I asked them. Between June 2011 and May 2012, I interviewed 21 former presidents from eight Latin American countries. Collectively, they offered these five insights into decision-making.

1. Decisions with highly limited information are inevitable

Presidents frequently make decisions for which they are poorly informed. “Every day I had to make decisions with an information deficit,” said Miguel Ángel Rodríguez, president of Costa Rica from 1998 to 2002. As Eduardo Frei, Chile’s president from 1994 to 2000, said:

You get up in the morning with an agenda, and suddenly something comes up and there is little time to solve it. When this happens, it becomes costly to have all the information, and you often cannot postpone decisions.

2. An imperfect decision may be better than not deciding or deciding late

If I have to decide within 24 hours because the world may fall, I may try to ask for some advice, but if it is not possible, well, hell, presidents make decisions all day. You try to get as much information as you can, but sometimes the cost that you pay for not making a decision is enormous.

Vinicio Cerezo, president of Guatemala from 1986 to 1991, even claimed that “one of the fundamental problems of many Latin American governments is that presidents do not decide, or do it late or unclearly. This leads to overwhelming pressures.”

3. Lean on advisers to relieve the pressure

Most of the heads of government interviewed emphasized that they knew that making important decisions was part the job before taking office. And yet several acknowledged that once in power, they could not avoid feeling overwhelmed. Rafael Callejas, Honduras’s president from 1990 to 1994, was categorical: “The presidency is always an administration by the crisis.”

Heads of state routinely rely on advisers who help them understand the direct and indirect implications of the choices at hand. “You surround yourself with people you trust, but they also need to be experts,” said Elías Antonio Saca, the president of El Salvador from 2004 to 2009. Armando Calderón Sol, El Salvador’s president from 1994 to 1999, said, “I always asked my advisers; even when I was almost sure of what I was going to do.”

“In one group were the members of my cabinet, a multi-sectoral group that represented all points of view and served as a strainer of ideas. I convened another group formed by select friends. The third group was a ‘kitchen cabinet,’ with which I met three times a month. With them I reviewed the big picture; we discussed all subjects.”

4. Listen to alternative viewpoints 

One group of leaders said they tried to listen to alternative points of view when making decisions. Saca said heads of government need to “be patient and understand that you cannot win all battles. … To govern, you must listen and let people tell you. And you need the ability to get out of the bubble of the presidency, because many people tell you what you want to hear.”

A second, smaller group of leaders stated that they did not search for much counseling because they knew what they wanted to do. Óscar Arias, Costa Rica’s president from 1986 to 1990 and from 2006 to 2010, stressed that when making decisions “I did not care if they were popular or not. I signed a free-trade agreement with China and never asked Costa Ricans if they agreed.”

Similarly, Manuel Zelaya, Honduras’s president from 2006 to 2009, stated, “I act according to my beliefs.” And Ecuador’s president from 1996 to 1997, Abdalá Bucaram, said: “I do exactly what my conscience dictates, and in that sense, I do not think about tomorrow. … I am a man who, when he believes in something, does it. I completely assume the risks.”

5. Master when to negotiate and when to retaliate

When to negotiate, how to persuade and when to retaliate are options that presidents regularly ponder. Most heads of state interviewed said they think that they had to invest a significant part of their energies negotiating and persuading allies and rival forces.

Costa Rica’s Calderón said that being a soft bargainer allowed him to enjoy a “very strong leadership,” because “in this country, you need to treat people with a lot of affection and respect.”

Arnoldo Alemán, president of Nicaragua (1997-2002), stated that because he did not enjoy a majority in Congress, “what I suffered the most was to constantly be in breakfasts, lunches and dinners negotiating with legislators.”

However, some interviewees emphasized the need to exercise tough leadership, including retaliating against dissenters. “I would be a liar if I were to say that presidents do not retaliate. … Human beings are like that. You step on my foot, and I step on yours,” said Abel Pacheco, Costa Rica’s president from 2002 to 2006. Honduras’s Callejas justified not helping legislators develop their political agenda as a way to “induce” them to follow presidential policies.

Is there any commonality across these five lessons? Yes. They suggest that the more politically experienced an incoming president is, the more he or she can use that depth of knowledge to overcome information constraints, understand when a decision cannot be rushed or delayed, and identify when to negotiate and when to retaliate against dissenters. Experienced politicians also have a clearer idea of when to listen to advisers and how much to be open to alternative points of view.

March 28, 2018. “The ‘personal’ versus the ‘institutional’ presidency: An artificial divide” Presidential Power Blog.

The original article was published at a British Blog (http://presidentialpower.com) that ceased to exist.

Mainstream media and political analysts seem obsessed covering the eccentricities and peculiarities of the occupant of the White House, adventuring how Trump’s limitations as a statesman may have undesired impacts on executive governance. Trump’s unpredictable behavior and decision-making style have stunned many observers, but both recent and historical presidents of the Americas also had flamboyant personalities (and performances). Idiosyncratic presidents, in fact, have always existed. Not so long ago, Presidents Hugo Chávez of Venezuela (1999-2013) and Abdalá Bucaram of Ecuador (1996-1997) used to hit international headlines for their extravagances. Bucaram, popularly nicknamed “El Loco,” was eventually impeached by Congress for – officially – being a madman. What these eccentric characters remind us is that those who hold the most important political offices in their countries bring their unique personalities to power with them, and such uniqueness has an impact on their performance. However, students of the presidency have generally failed to quantitatively measure how the personality traits of the leaders may impact executive governance.
Arguably, this failure occurs mainly because students of the presidency have failed to absorb research on differential psychology. This brand of psychological research studies the individual differences of humans, or how people differ from each other in how they feel, act, think and
behave. Absorbing the theoretical, empirical, and methodological contributions of the differential psychology literature would also allow integrating the research of scholars who focus on the “personal” presidency and those who center on the “institutional” presidency.
Both research streams have run through parallel corridors, leading to conflicting views on how the presidency works. The president-centered (also called “personality-centered”) approach examines decision making in the executive branch based on presidential behavior. Scholars from this group examine the ability of presidents to persuade individuals and organizations to accommodate policy making to their preferences. They argue that the heads of government have plenty of room to act and decide at their own discretion. Since the individual attributes of the leaders influence policy outcomes, it is necessary to analyze the personal characteristics of the leaders to understand executive politics (Neustadt 1960; Barber 1972; Greenstein 2009).
In contrast, presidency-centered (also called “institutional presidency”) studies minimize the importance of presidents as individuals and center the explanation of policy outcomes on the institutional setting in which heads of government work (e.g., Moe 1993; Dickinson 2004; Lewis 2008). The central assumption in this approach is that different presidents will behave similarly in identical contexts. It regards the study of the characteristics of the leaders as unworthy because more explanatory leverage is -supposedly- gained when scholars analyze the effect of institutional factors on policy outcomes.
The opposing theoretical views have contributed to a divide of students of the presidency along two methodological lines with little interconnection. While presidency-centered researchers mainly conduct statistical or game-theoretic analyses, most president-centered studies are qualitative.
I argue that the division wall between presidency-centered and president-centered explanations of the presidency is built on unsound foundations. Presidency-centered scholars have assumed that the personal characteristics of presidents 1) are of little relevance to understand their behavior and that 2) such features cannot be systematically measured because they are idiosyncratic. Although
president-centered researchers do not share these assumptions, they have also failed to recognize that 1) on differential psychology there is a broad consensus on what human personality is, and that 2) personalities tend to be stable over time.
These misconceptions have had profound consequences. Presidency-centered researchers claim that presidents cannot be used as units of analysis in quantitative studies (e.g., King 1993) and that analytically little is lost leaving the uniqueness of the heads of government aside. However, a vast corpus of psychological research contradicts the assumption that the specificity of presidents is irrelevant to understand their behavior. The literature on differential psychology has shown that all individuals have stable personality differences and that these differences strongly explain their behavior (Judge et al. 1999; Goldberg 1990; McCrae and Costa 1997; Costa and McCrae 1992). Since personality traits are stable, they can be systematically studied. Presidents can be treated as units of analysis in statistical analyses. Although president-centered scholars recognize the importance of the personal characteristics of the presidents, they have often discussed psychological attributes of the leaders arbitrarily, paying little attention to psychological research (e.g., Greenstein 2009).
I propose that to have a deeper understanding of the presidency, we need to start testing hypotheses that include presidency-centered and president-centered paradigms. To do so, it is necessary to reposition the individual differences of leaders as a central cause of political phenomena in quantitative research. And we cannot do that unless we absorb the knowledge produced from the discipline that has studied how humans differ from each for the last 130 years.

March 6, 2020. “La erosión de la democracia chilena y su potencial reversión” El Mercurio Online.

The original article was published at https://comentarista.emol.com/1840440/11494005/Ignacio-Arana.html

Chile experimentó en 2019 un pronunciado declive democrático en la clasificación que realiza Freedom House (https://freedomhouse.org/), una de las tres principales organizaciones que mide el estado de la democracia en el mundo. Freedom House evalúa 15 indicadores sobre libertades civiles y 10 sobre derechos políticos, y los transforma en una escala que va de 0 a 100 puntos. En dicha clasificación, Chile cayó de 94 a 90 puntos debido a los acontecimientos ocurridos desde el 18 de octubre. Si bien la caída es alarmante, no constituye una amenaza al sistema democrático y el gobierno tiene potencialmente la capacidad para revertir la regresión en el corto plazo.

El año pasado Chile mejoró en un indicador que mide derechos políticos y retrocedió en tres ítems que miden libertades civiles. Hubo un avance en apertura y transparencia gubernamental cuando en septiembre fue derogada la Ley Reservada del Cobre para aumentar la transparencia y el control civil sobre el presupuesto militar. Aunque el cambio legal establece un cronograma lento de cambios, es un avance significativo en una ley que desde 1990 varios gobiernos se han comprometido a cambiar por su opacidad. La ley 13.196 establecía que el 10% de las ventas de Codelco fueran transferidas a las fuerzas armadas sin rendir cuentas al poder civil, una invitación abierta al despilfarro y la corrupción, como el escándalo “milicogate” terminó por evidenciar.

Los retrocesos en libertades civiles ocurrieron tanto por las violaciones a los derechos humanos cometidas por carabineros, como por los abusos ejercidos por manifestantes violentos y saqueadores contra el resto de la población civil. El extenso uso ilegítimo de la fuerza pública cometido por carabineros ha sido ampliamente constatado tanto por el Instituto Nacional de Derechos Humanos como por Naciones Unidas y organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, además de abundante información anecdótica que ha circulado en la prensa y redes sociales. Carabineros ha recibido acusaciones gravísimas, incluyendo torturas y violaciones sexuales.

La violencia civil descontrolada y la evidente incapacidad estatal para abordarla han afectado libertades civiles básicas como la libertad de movimiento y la libertad de reunión, así como la libertad académica. Las libertades de movimiento y reunión fueron legalmente restringidas para millones de personas cuando el Presidente Piñera declaró estado de emergencia en quince regiones, medida que fue reforzada con toques de queda en varias zonas. Pero la restricción más duradera ocurrió por los saqueos y vandalismo, que con la quema de transporte público y privado, bloqueos de plazas, calles, y caminos limitaron la capacidad de desplazamiento y reunión de una buena parte de la población. Aberraciones cívicas como “el que baila, pasa” y un número incuantificable de actos intimidatorios también inhibieron el ejercicio civil de estas libertades básicas.Finalmente, la libertad académica se vio comprometida dada la imposibilidad temporal de impartir clases en recintos de enseñanza, y en particular con el saqueo y ocupación de universidades y el acoso a quienes ejercen la docencia.

¿Cambio de rumbo?

Pese a los ominosos acontecimientos tras el 18 de octubre, todos los factores que condujeron a la erosión democrática pueden ser revertidos en el corto plazo si el gobierno logra controlar el desorden policial y cívico. Aunque la tarea es difícil, el país está mucho mejor posicionado para prosperar que los países americanos, europeos, africanos y asiáticos gobernados por fuerzas autoritarias que hoy lideran asaltos a instituciones y normas democráticas. Freedom House ha documentado un descenso sistemático en el nivel de democracia en el mundo en los últimos 14 años, debido principalmente a gobiernos que atacan a la prensa, socavan la independencia judicial y militar, cambian leyes electorales para sacar ventajas, y usan instituciones estatales neutrales como agencias de impuestos, inteligencia, y seguridad como armas políticas contra sus rivales. Nada de eso ocurrió en 2019 ni está ocurriendo en Chile.

Asimismo, en términos relativos Chile sigue siendo una democracia sólida. Con sus 90 puntos está igualado con Francia y por sobre países como Italia (89), Grecia (88), y Estados Unidos (86). De hecho, en América sólo es superado por Uruguay (98), Canadá (98), y Costa Rica (91). Aunque aún está lejos de los 97 puntos que tenía en 2009 o de los 100 que hoy comparten Suecia, Noruega y Finlandia, es sano evitar miedos irracionales sobre el futuro. La severidad de los abusos policiales y de la violencia civil declinó hace meses y por delante quedan procesos electorales que le dan a los votantes la posibilidad de participar, decidir y ser representados, pilares que sólo pueden ayudar a sostener una mejor democracia.

June 15, 2021. “Bukele y su próximo asalto constitucional” Latinoamerica21.com.

The original article was published at https://latinoamerica21.com/es/bukele-y-su-proximo-asalto-constitucional/. It was republished in El Mostrador (online Chilean news outlet) and Folha de Sao Paulo (Brazilian Newspaper).

Sus 39 años, pelo engominado hacia atrás, vestir informal y adicción a Twitter —desde donde ordena despidos de funcionarios o comunica decretos— podrían confundirlo con un aficionado. Pero el presidente centroderechista de El Salvador, Nayib Bukele, sabe lo que hace. Ha tenido una carrera política fulgurante. Comenzó siendo electo en 2012 como alcalde de una pequeña localidad, Nuevo Cusclatán. En 2015 ganó la alcaldía de la capital, San Salvador. Y en 2018 fundó el partido Nuevas Ideas, una plataforma electoral que le sirvió, a pesar de que compitió por el partido GANA, para ganar las presidenciales en 2019.

Electo en una democracia en dificultades, en menos de dos años ha logrado subyugar a los otros dos poderes del Estado. Este año, Bukele se prepara para constitucionalizar la deriva autoritaria de su gobierno cuando en septiembre revele su proyecto de reforma constitucional. Los críticos temen que Bukele buscará fortalecer la autoridad del Ejecutivo y trate de retener el poder más allá de 2024, cuando expira su mandato de cinco años.

El desmantelamiento de la democracia salvadoreña ha sido sistemático y vertiginoso. Tal como Hugo Chávez rompió con el bipartidismo de COPEI y Acción Democrática al ganar las presidenciales de 1998 en Venezuela, Bukele rompió con el duopolio que desde los Acuerdos de Paz de 1992 mantenían el derechista ARENA y el izquierdista FMLN.

Tanto en Venezuela como en El Salvador, el sistema de partidos estaba desprestigiado y los candidatos ganadores crearon partidos centrados en su personalidad, presentándose como “outsiders” que prometían sepultar la corrupción y las oligarquías que la sostenían. Desde entonces, Bukele no ha dejado de cometer una larga lista de atropellos contra sus oponentes, ya sean personas, organizaciones, o instituciones. Sus fintas a las reglas y prácticas democráticas evocan las legendarias filigranas del “Mágico González”, el legendario futbolista salvadoreño, en el Cádiz de los años 80. De acuerdo a Freedom House, en 2019 El Salvador pasó de ser “libre” a “parcialmente libre”. Este año Bukele podría consagrarse como dictador.

El joven presidente consolidó notablemente su poder cuando Nuevas Ideas arrasó en las elecciones del 28 de febrero pasado y obtuvo dos tercios de la Asamblea Legislativa, ganando 56 de los 84 curules. Sumados a los partidos aliados GANA, PCN, y PDC, el gobierno añade 8 asientos legislativos, lo que les permite legislar sin oposición. En su primer día de sesiones, la nueva legislatura destituyó a los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al fiscal general, lo que en la práctica le permitió al gobierno controlar el poder judicial.

Además de subordinar a los tres poderes del Estado, Bukele ha politizado a los militares y la policía. Basta recordar que, en febrero de 2020, rodeó las calles de acceso al Palacio Legislativo con policías y entró con soldados armados al edificio para amedrentar a los diputados e inducirlos a aprobar una solicitud de préstamo para financiar su plan de seguridad pública. En un acto que lo retrata, durante el asalto se sentó calmadamente en el sillón del presidente de la Asamblea Legislativa y dijo: “Está claro quién tiene el control aquí”. Luego rezó y se retiró en silencio. Como todo un cabrón.

La capacidad de Bukele para doblegar voluntades y someter instituciones se cimenta en su popularidad. Pese a las críticas de la prensa nacional e internacional, Bukele es extraordinariamente popular —así como Chávez, particularmente en sus primeros pasitos autoritarios— y ha tenido índices de aprobación superiores al 90% durante buena parte de su mandato.

El paso que le falta ahora a Bukele es constitucionalizar su despotismo tropical-tuitero, algo para lo cual ya tiene un proyecto cuyo estreno está planeado para septiembre (siempre que el comezón autoritario no lo apure). En el mismo mes de 2020, el gobierno anunció una comisión liderada por el vicepresidente Félix Ulloa para elaborar un proyecto de reforma constitucional.

Aunque el gobierno aseguró que el objetivo es actualizar y perfeccionar la actual carta magna, descartando “eliminar la alternabilidad en el ejercicio de la presidencia de la república”, periodistas, académicos, políticos y líderes de la sociedad civil temen que Bukele busque usar la constitución para consolidar su poder y derogar el artículo 258 para poder reelegirse en el sillón presidencial.

Un millenial tradicional

Aunque Bukele fue electo con sólo 37 años, el millenial abraza una tradición centenaria. Una considerable parte de los jefes de gobierno latinoamericanos que han dejado huella desde el siglo XX han manipulado las constituciones para satisfacer sus necesidades autoritarias. Las han eludido, suspendido, reformado o reemplazado para aumentar las atribuciones del presidente, quedarse más tiempo en el poder, o ambas.

Líderes tan emblemáticos como Juan Domingo Perón y Carlos Menem de Argentina, Evo Morales y Victor Paz Estenssoro de Bolivia, la dinastía Somoza y Daniel Ortega de Nicaragua, Marcos Pérez Jiménez y Hugo Chávez de Venezuela, Alberto Fujimori de Perú y Rafael Correa de Ecuador, por nombrar a algunos, han sido exitosos en sus afanes por extender su mandato. En la tierra de Bukele, Salvador Castañeda trató de extender su mandato en 1948 pero lo sacaron en un golpe militar.

En todo caso, la lista es larga. Según datos que he recolectado tanto de biografías presidenciales como de constituciones nacionales, entre 1945 y 2012 31 presidentes de todos los países latinoamericanos (excepto México) y de todos los regímenes políticos —democracias, semidemocracias, y dictaduras— intentaron en 40 ocasiones cambiar o reinterpretar la constitución para arrellanarse en el poder más allá de su mandato. Tuvieron éxito en 29 ocasiones.

¿Qué se puede esperar?

Predecir acontecimientos es aventurado. Protestas masivas o traiciones intestinas siempre pueden cambiar el rumbo de un gobierno autoritario. Pero el camino está despejado para que Bukele logre que este año El Salvador pase de ser una semidemocracia a una dictadura, tal como lo fue hasta 1992.

En El Salvador no hay instituciones ni organizaciones con aparente capacidad de frenarlo. Estados Unidos no parece tener la voluntad de ir más allá de la presión diplomática, la OEA es fiel a su incapacidad para frenar regresiones autoritarias, y los demás gobiernos de la región esquivan la injerencia soberana. Una de las grandes incógnitas es si El Salvador exportará el autoritarismo a Guatemala y Honduras, las dos semidemocracias con las que el país comparte fronteras porosas, presidentes de derecha con tendencias autoritarias y altos políticos involucrados en corrupción.

July 14, 2021. “Chile, presidencialismo sin fin.” Agenda Pública, El País.

The original article was published at https://agendapublica.es/noticia/17188/chile-presidencialismo-sin-fin.

Una de las discusiones que tendrá la Convención Constitucional que se inauguró el pasado domingo 4 de julio en Chile será sobre si el país debería reemplazar o reformar su sistema presidencialista. De acuerdo con el Observatorio Nueva Constitución, los 1.468 candidatos a la Convención hicieron 770 propuestas sobre el sistema político, el 37% de las cuales planteaba adoptar el semi-presidencialismo. Las propuestas no sorprenden, ya que políticos y analistas chilenos han mantenido un debate vivo, aunque superficial, sobre el presidencialismo desde el retorno a la democracia en 1990.

En esta columna discuto razones prácticas sobre por qué Chile no abandonará el presidencialismo y comparto argumentos que relativizan la presunta inferioridad de este sistema político comparado con los semi-presidenciales y parlamentarios. Sostengo, además, que la discusión es innecesaria porque la flexibilidad del presidencialismo permitirá absorber todo tipo de demandas en la próxima Constitución.

La discusión sobre el sistema político es de extrema importancia, ya que trata sobre la estructura institucional sobre la cual se practica la democracia. Es comparable a las reglas de un deporte, las que delinean las atribuciones de los jugadores, cuánto rato pueden jugar, cuándo cometen infracciones y cómo dirimir los conflictos. Pero, a diferencia del fútbol, donde la «pelota no se mancha», un mal diseño puede ayudar a matar el juego y la democracia mancharse con sangre.

En el mundo predominan tres tipos de sistemas políticos: presidenciales, semi-presidenciales y parlamentarios. Éstos abarcan más del 75% de los 195 estados independientes. Además de ellos, existen sistemas de partido único (como los comunistas en China, Cuba, Eritrea, Laos, Corea del Norte y Vietnam), teocracias como la iraní, sultanatos como el de Brunei, híbridos cuya clasificación es debatible (como Botswana, las Islas Marshall, Suiza y Kiribati), y otros de difícil clasificación (como la diarquía compuesta por capitanes regentes en San Marino).

 

Razón práctica: las democracias lo retienen

La primera versión del presidencialismo se inventó en Estados Unidos en la Constitución de 1787. Desde entonces lo adoptaron todos los países latinoamericanos y en Asia, Europa, África y Oceanía.

Los sistemas presidencialistas han aguantado circunstancias tan excepcionales como guerras internacionales y civiles, crisis económicas y hambrunas. No he podido identificar una democracia que lo haya abandonado; sólo regímenes autoritarios y semi-democracias (como la brasileña, entre 1961 y 1963). Pero en regímenes autoritarios los jugadores más influyentes se pueden saltar las reglas del juego político. El dueño de la pelota puede decidir si hubo penal desde el bar.

Tres razones ayudan a entender la durabilidad del presidencialismo. Primero, echar abajo la estructura institucional para reemplazarla por una nueva supone costes altísimos a cambio de beneficios inciertos. Segundo, las élites políticas y económicas ya tienen incorporadas las reglas del juego y, por lo tanto, sus preferencias e intereses se han amoldado a ellas. Cambiar el juego por otro llevaría a cambiar el tipo de jugadores, la relación entre ellos o ambas cosas, por lo que los actuales protagonistas seguramente se opondrían. Tercero, es difícil que la ciudadanía esté dispuesta a perder el derecho a escoger quién liderará el Ejecutivo.

¿Pero cuál es mejor?

En la literatura especializada, hace más de un siglo hay proponentes sobre la presunta superioridad del parlamentarismo. Así lo sostenía, por ejemplo, el ex presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson en un libro publicado en 1885.

La discusión en la era moderna, sin embargo, empezó en 1990 con el artículo ‘Los peligros del presidencialismo’ de Juan Linz en el Journal of Democracy. Aunque Donald L. Horowitz (1990) le contestó contundentemente en la misma revista que las mismas críticas hechas por Linz podían adjudicarse al parlamentarismo, los dardos estaban lanzados.

Como resumió Robert Elgie (2005), desde entonces ha habido tres olas de discusión académica sobre presidencialismo versus parlamentarismo. En la primera, predominante a principios de los 90, los críticos del primero aseguraban que el segundo era más conducente a la consolidación democrática. Luego, con Shugart y Carey (1992) surgió una segunda ola, predominante desde mediados de los 90 y que sigue fluyendo, en donde diversos autores han apuntado a la combinación de presidencialismo con otros factores (principalmente, sistemas electorales, sistemas de partidos y poderes presidenciales) como los causantes de problemas para consolidar democracias y progresar en otras cuestiones como los déficits fiscales, el libre comercio y la provisión de salud y educación (ver Shugart, 1999). Luego, siguiendo a Elgie, una tercera ola ha analizado los sistemas políticos desde perspectivas teóricas más amplias, como la de jugadores de veto (Tsebelis, 2002).

Actualmente, no hay un debate encendido sobre cuál sistema político es más apto para la democracia: hay una cierta inclinación en favor del parlamentarismo, pero no categórica. Dicha inclinación se explica principalmente porque la toma de decisiones está más centralizada en los sistemas parlamentarios debido a que el Poder Ejecutivo es una creación del Legislativo, lo que lleva a menos enfrentamientos entre ambos poderes y a un avance menos trabado del proceso legislativo (ver Cheibub y Limongi, 2002); es decir, las mayorías legislativas pueden gobernar con mayor facilidad. En cambio, en sistemas presidencialistas se dan más gobiernos divididos (cuando partidos o coaliciones diferentes controlan el Ejecutivo y el Legislativo) debido a que los representantes de ambos poderes son elegidos de manera independiente, lo que tiende a llevar a más conflictos entre los dos, a parálisis legislativa y a desajustes y descoordinación en el diseño y aplicación de políticas públicas.

Pero, en la práctica, estas diferencias de base se pueden invertir. La clave del diseño institucional está en las características de instituciones como los sistemas electorales y de partidos. Un sistema parlamentario puede trabarse si tiene varios partidos en el Legislativo y no logran formar mayoría. Por ejemplo, entre 2010 y 2011 Bélgica estuvo ¡589 días! sin un Gobierno electo debido a su fragmentación legislativa. En 2016, España estuvo 10 meses en esa situación, que sólo pudo desbloquear tras dos elecciones. La estabilidad puede no llegar nunca: la parlamentarista Italia ha tenido 68 gobiernos en 75 años. Asimismo, un sistema presidencial bipartidista combinado con partidos disciplinados, un Congreso fuerte y poderes presidenciales limitados puede centralizar la toma de decisiones en el Legislativo.; de la misma manera que un presidente con amplios poderes puede inclinar la balanza deliberativa hacia el Ejecutivo, incluso en sistemas multi-partidistas.

A su vez, el presidencialismo tiene una potencial ventaja democrática importante: mayor representatividad. Los primeros ministros surgen de acuerdos parlamentarios; no son elegidos por los ciudadanos. En cambio, los presidentes casi siempre lo son por voto popular (una excepción se da con el Colegio Electoral en Estados Unidos). Aunque la legitimidad dual del presidencialismo (tanto presidente como Congreso pueden atribuirse la representación popular) ha sido clave en las críticas históricas al sistema, lo cierto es que un primer ministro jamás podrá reclamar el mandato popular que tienen los presidentes. Pero, de nuevo, la representatividad puede ser distorsionada de tal manera por los sistemas electorales y de partidos, y por prácticas como el clientelismo, la corrupción y el lobby que las diferencias basales se pueden invertir.

¿Y el semi-presidencialismo?

El semi-presidencialismo suele dejarse de lado en este debate, ya que es más reciente: si bien se creó en Finlandia en 1919 y se usó en la República de Weimar alemana (1919-1933), el referente ha sido la Quinta República francesa, establecida desde 1958.

Hay quienes consideran a este sistema como un punto intermedio favorable entre los otros dos. El semi-presidencialismo tiene un Ejecutivo bicéfalo donde coexisten un presidente electo popularmente con un primer ministro. El presidente ejerce como jefe de Estado y suele estar a cargo de conducir la política exterior y de defensa, mientras que el primer ministro es el jefe de Gobierno y, por lo tanto, lidera formalmente la política doméstica. Hay dos variantes relevantes. En una, llamada «premier-presidencial» por Shugart y Carey (1992) y usada en países como Francia, Egipto, Argelia, Polonia y Portugal, el presidente puede escoger al primer ministro y a su Gabinete, pero sólo el Legislativo puede removerlos. En la otra, llamada «presidencial-parlamentaria» por los mismos autores, el presidente también escoge al primer ministro y a su Gabinete, pero tanto el presidente como el Legislativo los pueden remover, lo que tiende a generar mayores fricciones entre ambos poderes. Esta versión existe en Austria, Rusia, Azerbaiyán, Taiwán y Mozambique.

En la práctica, lo que importa es si los presidentes cuentan con el apoyo legislativo mayoritario. Si es así, entonces ejercen como jefes de sus primeros ministros; si no, entonces el presidente se ve forzado a compartir su poder con el primer ministro en el estatus llamado de cohabitación.

Ésta ha sido considerada una gran virtud del semi-presidencialismo porque permite que el poder se incline hacia quien tiene mayoría legislativa, evitando así los conflictos recurrentes con el Legislativo adjudicados al presidencialismo. Pero también ha sido caracterizada como un quebradero de cabeza por las disputas de poder entre presidentes y primeros ministros, tal y como ocurrió entre 1997 y 2002 entre el presidente conservador francés Jacques Chirac y el primer ministro socialista Lionel Jospin. Algunas cohabitaciones han terminado con presidentes gobernando a través de decretos o, peor aún, autoritariamente (Elgie, 2008).

En resumen, la disputa sobre sistemas políticos se asemeja a la discusión sobre si es mejor construir casas de madera (predominantes en Estados Unidos) u hormigón (favorecidas en Chile). Primero, depende del contexto. Segundo, cada alternativa tiene ventajas y desventajas. Tercero, las desventajas iniciales se pueden mitigar. Una casa de madera puede ser atacada por termitas, pero las termitas pueden ser erradicadas. No es necesario demoler la casa. Lo mismo sucede con el presidencialismo.

La elasticidad del presidencialismo

Queda mucho por entender aún sobre el funcionamiento en los sistemas presidencialistas. Por ejemplo, aunque se tiene muchísima información acerca de los presidentes, poco se sabe sobre cómo las características individuales de los jefes de gobierno tienen un impacto sobre la gobernanza ejecutiva. Precisamente, en mi investigación abordo este vacío, explorando cómo las personalidades de los presidentes y otras diferencias individuales (Arana 2016a2016b2020a2020b2021), así como el círculo íntimo presidencial (Arana, 2012), impactan la toma de decisiones en el Poder Ejecutivo.

Pero todos los males adjudicados al presidencialismo se pueden eliminar o mitigar sin desechar el sistema. Por ejemplo, si la Convención chilena busca limitar el poder legislador del presidente y reforzar la influencia del Congreso, no hay por qué mantener lo estipulado en el artículo 74 de la actual Constitución, que permite a los presidentes declarar la urgencia legislativa. O lo contenido en los artículos 65 y 67, que formalmente concentran casi todo el proceso presupuestario en el Ejecutivo (ver Arana, 201320152016c). El artículo 65 le da al presidente un dominio exagerado sobre la política impositiva, la administración financiera del Estado y los gastos fiscales, mientras que el 67 establece que el Ejecutivo es el único responsable de crear una ley de presupuestos que considere todos los gastos públicos. Asimismo, le da al Congreso sólo 60 días para revisar el proyecto de ley y poderes muy limitados para cambiarlo. Estos artículos refuerzan el poder presidencial, limitando la influencia del Congreso en el proceso presupuestario y en su capacidad de fiscalizar el comportamiento del Ejecutivo. Este desequilibrio no tiene por qué ser así y se puede corregir. No es necesario demoler la casa centenaria para eliminar las termitas.

September 12, 2021. “Bukele por siempre y el humo del bitcoin” Latinoamerica21.com.

The original article was published https://latinoamerica21.com/es/bukele-por-siempre-y-mas-alla-del-bitcoin/. It was Republished in El Universo (Ecuadorean newspaper) and El Espectador (Colombian Newspaper).

Nayib Bukele mostró sus cartas. Tal como aventuré en una columna anterior, el extremadamente popular presidente salvadoreño recurrió al viejo recurso latinoamericano de violar la constitución para quedarse más tiempo en el poder. Y lo hizo coincidir estratégicamente en un momento en el que la prensa internacional está mucho más interesada en su experimento de legalizar la criptomoneda bitcoin que en cubrir sus asaltos a lo que queda de democracia en El Salvador.

Los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema que Bukele designó usando su mayoría legislativa decidieron retribuirle el favor laboral a su jefe permitiéndole gobernar más allá de lo que le permite la constitución, a pesar de que tiene 4 artículos (el 88, el 152, el 154, y el 248) dedicados a impedir la reelección presidencial. A través de una resolución de 28 páginas, los juristas autorizaron la reelección inmediata para el período 2024-2029. El organismo que debe proteger la constitución la violó con cantinfladas como la siguiente: “Atar la voluntad popular a un texto que respondía a necesidades, contexto o circunstancias de hace 20, 30 o 40 años, resulta ya no garantista, sino una excesiva restricción disfrazada de certeza jurídica”. Ante tan expresa flexibilidad, lo lógico es esperar que la Corte Suprema nunca limite el mandato de quien la controla.

La Corte Suprema terminó de perder su independencia cuando la Asamblea Legislativa, dominada por el oficialismo (que controla 64 de los 84 curules), decidió destituir a los magistrados de la Sala Constitucional y al fiscal general en su primer día de sesiones, en mayo pasado. Desde entonces, el gobierno sometió a la cabeza del Poder Judicial. Y ahora va por el resto del cuerpo: el 31 de agosto, la Asamblea aprobó una reforma a la carrera judicial que obliga a retirarse a los jueces mayores de 60 años o con más de 30 años de servicio. Esta reforma le permitirá al gobierno poblar las cortes con jueces leales a Bukele.

El presidente salvadoreño actúa de manera estratégica. Primero, sabe tomar distancia. Aunque le encanta dar declaraciones, evitó referirse a la resolución sobre la reelección presidencial. De esta manera evitó darle importancia. Segundo, maneja los tiempos. Si El Salvador está en las noticias internacionales es porque desde el 7 de septiembre el país legalizó el bitcoin como divisa. La prensa libre del mundo libre ha estado mucho más interesada en el riesgoso experimento con la criptomoneda que en los zarpazos contra la libertad en el país centroamericano. Grandes medios como CNN, el New York TimesBloombergBBCThe Economist y un largo etcétera han cubierto el tema hasta el hartazgo.

Tercero, saca las castañas con la mano del gato. En este caso, la ronroneante Corte Suprema.  Bukele decidió no meter el cambio a la reelección presidencial en el paquete de reformas que el vicepresidente Félix Ulloa presentará el 15 de septiembre a nombre del gobierno. Es más, Ulloa incluso ha dicho que los artículos constitucionales que prohíben la reelección consecutiva no se deben tocar. De esta manera, el gobierno parece respetar pulcramente la regla electoral mientras manda a la corte a violarla con descaro. Chapó.

Más viejo que el hilo negro

La decisión de Bukele de irrespetar la constitución para retener el poder no es infrecuente. Jefes de gobierno de todo el mundo han eludido, suspendido, reformado o reemplazado las constituciones para retener el puesto. Lo hicieron Vladimir Putin en Rusia este año  y Abdel Fattah el-Sisi en Egipto en 2019. Según un estudio de 2018, de los 221 presidentes latinoamericanos, africanos, asiáticos y del Medio Oriente que enfrentaron límites a sus mandatos entre 1975 y 2018, el 30% decidió hacerles una verónica y seguir en el poder.

El también llamado “continuismo” es una larga tradición latinoamericana. Si hubieran respetado los límites constitucionales, dos vecinos de Bukele no estarían gobernando: ni Daniel Ortega en Nicaragua ni Juan Orlando Hernández en Honduras. Según mis datos, recolectados tanto de biografías presidenciales como de constituciones, entre 1945 y 2012, 31 presidentes de todos los países latinoamericanos (excepto México) y bajo todos los regímenes políticos —democracias, semidemocracias, y dictaduras— intentaron en 40 ocasiones cambiar o reinterpretar la constitución para mantenerse en el poder más allá de su mandato. Tuvieron éxito en 29 ocasiones.

En un estudio que publiqué recientemente examiné la potencial relación causal entre los cinco grandes factores de la personalidad —apertura a la experiencia, responsabilidad, extraversión, amabilidad, y neuroticismo— de los presidentes y la probabilidad de que intenten alterar sus períodos presidenciales. Encontré que los líderes que tienden a ser más abiertos a la experiencia, más neuróticos y menos responsables son más propensos a tratar de retener la jefatura de gobierno. Asimismo, los presidentes son más propensos a tratar de extender sus mandatos cuando tienen fuertes poderes legislativos, lideran nuevos partidos, la reelección inmediata está prohibida y las altas cortes no son completamente independientes. Bukele disfruta actualmente de todas estas condiciones, excepto de fuertes poderes legislativos —aunque eso lo puede suplir con la abrumadora mayoría que lo apoya en la Asamblea Nacional.

Los destinos de los jefes de gobierno que tuvieron éxito en extender su estadía en el poder fueron muy variopintos. El expresidente ecuatoriano Rafael Correa es hoy prófugo de la justicia de su país, acusado de cohecho. Hugo Chávez gobernó en Venezuela hasta que murió en 2013. Alberto Fujimori se arrancó a Japón en 2000 y hoy está en una cárcel en Perú. Al argentino Juan Domingo Perón lo sacaron con un golpe de Estado en 1955, aunque luego logró volver a la presidencia. A otros, como Carlos Menem de Argentina y Álvaro Uribe de Colombia, no les permitieron extender su mandato en su segundo intento. ¿Cuál destino le deparará a Bukele? Difícil saberlo. Ahora está en la gloria. Pero a veces la historia se repite, y por eso tal vez no estaría mal recordar que a su predecesor Salvador Castañeda lo sacaron con un golpe militar en 1948 cuando trató de extender su mandato. Y es que muchas veces la historia termina mal para el jefe de gobierno, el país, o ambos.

November 4, 2021. “El presidencialismo no muere” El Mercurio Online.

The original article was published at https://comentarista.emol.com/1840440/19460185/Ignacio-Arana.html

La discusión sobre el sistema político que se comenzó a abordar esta semana en la Convención Constitucional es de extrema importancia, ya que trata sobre la estructura institucional sobre la cual se practica la democracia. La continuidad del presidencialismo chileno ha sido cuestionada por múltiples actores, incluyendo convencionales, políticos, y académicos. Lamentablemente, esta discusión pública ha estado llena de confusiones sobre las diferencias entre los principales sistemas políticos, y ha obviado el hecho de que las democracias históricamente no han abandonado el presidencialismo. En esta columna abordo qué explica la durabilidad del presidencialismo, argumento que su flexibilidad permite absorber todo tipo de demandas, y relativizo su presunta inferioridad respecto a los sistemas semipresidenciales y parlamentarios.
La durabilidad del presidencialismo
El presidencialismo nació en 1787 con la promulgación de la constitución de Estados Unidos. Desde entonces se expandió a casi toda América Latina y a países en Asia, Europa, África y Oceanía. En todo este tiempo, el sistema ha resistido conflictos internacionales, guerras civiles, revoluciones, crisis económicas y hambrunas. En múltiples revisiones de bases de datos sólo he encontrado que el presidencialismo ha sido reemplazado en regímenes autoritarios y semidemocracias, como la brasileña entre 1961 y 1963. Nunca en democracia.
¿Qué explica la resiliencia del presidencialismo? Dos razones destacan. Primero, su reemplazo supone costos altísimos. Las reglas del presidencialismo son comparables a las que rigen a los deportes, las cuales establecen las atribuciones de los jugadores, cuánto rato pueden jugar, cuándo cometen infracciones, y cómo se dirimen los conflictos. Cambiar un sistema político obliga a todos los que jugamos en él a jugar bajo nuevas reglas, con el consiguiente costo de adaptación y riesgo de pérdida de beneficios. Las élites políticas y económicas ya tienen incorporadas las reglas del presidencialismo, y por lo tanto sus preferencias e intereses se han amoldado a ellas. Un nuevo sistema no necesariamente disminuirá el poder de las élites ni reemplazará a sus miembros. Pero sí implicará costos de transición con consecuencias sociales indeterminadas. Los votantes, en tanto, perderían un derecho importantísimo de representación: el de escoger al jefe de Estado y de gobierno. ¿Está usted dispuesto a que el puesto más influyente del país lo escojan los legisladores a sus espaldas?
Segundo, abandonar el presidencialismo no supone un beneficio ya que el presidencialismo permite dar soluciones a todo tipo de demandas, ya sean estas sobre equilibrio entre los poderes del Estado, representatividad, inclusión social, transparencia, o velocidad en los procesos de deliberación. Demandas de izquierda y derecha, de élites y masas, todas pueden ser acomodadas dentro del presidencialismo.
Por ejemplo, si en Chile la convención busca limitar el poder legislador del presidente y reforzar la influencia del congreso, no hay por qué mantener lo estipulado en el artículo 74 de la actual constitución, el cual permite a los presidentes declarar urgencia legislativa. O lo contenido en los artículos 65 y 67, que formalmente concentran casi todo el proceso presupuestario en el ejecutivo (ver Arana 201320152016a). Estos artículos refuerzan el poder presidencial, limitando la influencia del congreso en el proceso presupuestario y en su capacidad de fiscalizar el comportamiento del ejecutivo. Pero este desbalance se puede corregir sin necesidad de cambiar el sistema.
Críticas añejas y desinformadas
Las críticas al presidencialismo en el discurso público chileno están mayoritariamente basadas en malentendidos. Para entenderlo, es necesario revisar la distinción entre sistemas presidenciales, semipresidenciales y parlamentarios, los cuales abarcan más del 75% de los 195 estados independientes que existen.
Hace más de un siglo que existen proponentes sobre la presunta superioridad del parlamentarismo. Así argumentaba, por ejemplo, el ex Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, en un libro publicado en 1885. La discusión en la era moderna, sin embargo, empezó en 1990 con el artículo “Los Peligros del Presidencialismo” de Juan Linz en el Journal of Democracy. Aunque Donald L. Horowitz (1990) le contestó contundentemente en la misma revista que las mismas críticas hechas por Linz podían adjudicarse al parlamentarismo, los dardos estaban lanzados.
Como resumió Robert Elgie (2005), desde entonces ha habido tres “olas” de discusión académica sobre presidencialismo versus parlamentarismo. En la primera ola, predominante a principios de los 90, los críticos del presidencialismo aseguraban que el parlamentarismo era más conducente a la consolidación democrática. Luego, con Shugart y Carey (1992) surgió una segunda ola, predominante desde mediados de los 90 y que sigue fluyendo, en donde diversos autores apuntaron a la combinación de presidencialismo con otros factores (principalmente sistemas electorales, sistemas de partidos, y poderes presidenciales) como los causantes de problemas para consolidar democracias y progresar en otros temas, como déficits fiscales, libre comercio, y provisión de salud y educación (ver Shugart 1999). Luego, siguiendo a Elgie, una tercera ola ha analizado los sistemas políticos desde perspectivas teóricas más amplias, como la de jugadores de veto (Tsebelis 2002).
Actualmente no hay un debate académico encendido sobre cuál sistema político es más apto para la democracia, si bien hay una ligera inclinación en favor del parlamentarismo. Dicha inclinación se explica principalmente porque la toma de decisiones es más centralizada en los sistemas parlamentarios debido a que el poder ejecutivo es una creación del legislativo, lo que lleva a menos enfrentamientos entre ambos poderes y a un avance menos trabado del proceso legislativo (ver Cheibub y Limongi 2002). Es decir, las mayorías legislativas pueden gobernar con mayor facilidad. En cambio, en sistemas presidencialistas se dan más gobiernos divididos —cuando diferentes partidos o coaliciones controlan el ejecutivo y el legislativo— debido a que los representantes de ambos poderes son electos de manera independiente, lo que tiende a llevar a más conflictos entre ejecutivo y legislativo, a parálisis legislativa y a desajustes y descoordinación en el diseño y aplicación de políticas públicas.
Pero, en la práctica, estas diferencias de base se pueden invertir según las características de los sistemas electorales y de partidos. Un sistema parlamentario puede trabarse si tiene varios partidos en el legislativo y no logran formar mayoría. Por ejemplo, entre 2010 y 2011 Bélgica estuvo ¡589 días! sin un gobierno electo debido a su fragmentación legislativa. En 2016, España estuvo 10 meses sin conformar gobierno, lo que sólo pudo lograr tras dos elecciones. La estabilidad puede no llegar nunca: la parlamentarista Italia ha tenido 68 gobiernos en 75 años. Asimismo, un sistema presidencial bipartidista combinado con partidos disciplinados, un congreso fuerte, y poderes presidenciales limitados puede centralizar la toma de decisiones en el legislativo.
A su vez, el presidencialismo tiene una potencial ventaja democrática importante: mayor representatividad. Los primeros ministros surgen de acuerdos parlamentarios; no son electos por los ciudadanos. En cambio, los presidentes casi siempre son electos por voto popular (Estados Unidos es una excepción debido a su Colegio Electoral). Aunque la legitimidad dual del presidencialismo (tanto presidente como congreso pueden adjudicarse la representación popular) ha sido clave en las críticas históricas al sistema, un primer ministro jamás podrá reclamar el mandato popular que tienen los presidentes. Pero, de nuevo, la representatividad puede ser distorsionada de tal manera por los sistemas electorales, de partidos, y por prácticas como el clientelismo, la corrupción, y el lobby, que las diferencias basales se pueden invertir.
¿Y el semipresidencialismo?
El semipresidencialismo suele ser dejado de lado en este debate, ya que es de más reciente data: si bien se creó en Finlandia en 1919 y se usó en la República de Weimar alemana (1919-1933), el referente ha sido la Quinta República francesa, establecida desde 1958.
Hay quienes consideran a este sistema como un intermedio favorable entre los otros dos. El semipresidencialismo tiene un ejecutivo en el que coexisten un presidente electo popularmente con un primer ministro. El presidente ejerce como jefe de Estado, suele estar a cargo de conducir la política exterior y de defensa, mientras que el primer ministro es el jefe de gobierno y por lo tanto formalmente lidera la política doméstica. Hay dos variantes relevantes. En una, llamada premier-presidencial por Shugart y Carey (1992) y usada en países como Francia, Egipto, Argelia, Polonia y Portugal, el presidente puede escoger al primer ministro y a su gabinete, pero sólo el legislativo puede removerlos. En la otra, llamada presidencial-parlamentario por los mismos autores, el presidente también escoge al primer ministro y a su gabinete, pero tanto el presidente como el legislativo los pueden remover, lo que tiende a generar mayores fricciones entre ambos poderes. Esta versión existe en Austria, Rusia, Azerbaiyán, Taiwán y Mozambique.
En la práctica, lo que importa es si los presidentes cuentan con el apoyo legislativo mayoritario. Si es así, entonces ejercen como jefes de sus primeros ministros. Si no es así, entonces el presidente se ve forzado a compartir su poder con el primer ministro en el estatus llamado de cohabitación.
Dicha cohabitación ha sido considerada una virtud del semipresidencialismo porque permite que el poder se incline hacia quien tiene mayoría legislativa, evitando así la frecuencia de conflictos con el legislativo como los que se le adjudican al presidencialismo. Pero también ha sido caracterizada como un quebradero de cabezas por las disputas de poder entre presidentes y primeros ministros, tal como ocurrió entre 1997 y 2002 entre el presidente conservador francés, Jacques Chirac, y el Primer Ministro socialista, Lionel Jospin. Algunas cohabitaciones han terminado con presidentes gobernando a través de decretos o, peor aún, autoritariamente (Elgie, 2008).
En resumen, la disputa sobre sistemas políticos se asemeja a la discusión sobre si es mejor construir casas de madera (predominantes en Estados Unidos) o concreto (favorecidas en Chile). Primero, depende del contexto. Segundo, cada alternativa tiene ventajas y desventajas. Tercero, las desventajas iniciales se pueden mitigar. Una casa de madera puede ser atacada por termitas, pero las termitas pueden ser erradicadas. No es necesario demoler la casa. Lo mismo sucede con el presidencialismo.
Queda mucho por entender aún sobre el funcionamiento de los sistemas presidenciales. Por ejemplo, aunque se divulga muchísima información sobre los presidentes, poco se sabe sobre cómo las características individuales de los jefes de gobierno tienen un impacto sobre la gobernanza ejecutiva. Precisamente en mi investigación abordo este vacío, explorando cómo las personalidades de los presidentes y otras diferencias individuales (Arana 2016b2016c2020a2020b2021), así como el círculo íntimo presidencial (Arana 2012), impactan la toma de decisiones en el poder Ejecutivo. Pero aunque el presidencialismo ofrece una fuente casi inagotable de estudio, la discusión sobre la conveniencia de reemplazarlo pertenece al pasado.