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November 4, 2021. “El presidencialismo no muere” El Mercurio Online.

The original article was published at https://comentarista.emol.com/1840440/19460185/Ignacio-Arana.html

La discusión sobre el sistema político que se comenzó a abordar esta semana en la Convención Constitucional es de extrema importancia, ya que trata sobre la estructura institucional sobre la cual se practica la democracia. La continuidad del presidencialismo chileno ha sido cuestionada por múltiples actores, incluyendo convencionales, políticos, y académicos. Lamentablemente, esta discusión pública ha estado llena de confusiones sobre las diferencias entre los principales sistemas políticos, y ha obviado el hecho de que las democracias históricamente no han abandonado el presidencialismo. En esta columna abordo qué explica la durabilidad del presidencialismo, argumento que su flexibilidad permite absorber todo tipo de demandas, y relativizo su presunta inferioridad respecto a los sistemas semipresidenciales y parlamentarios.
La durabilidad del presidencialismo
El presidencialismo nació en 1787 con la promulgación de la constitución de Estados Unidos. Desde entonces se expandió a casi toda América Latina y a países en Asia, Europa, África y Oceanía. En todo este tiempo, el sistema ha resistido conflictos internacionales, guerras civiles, revoluciones, crisis económicas y hambrunas. En múltiples revisiones de bases de datos sólo he encontrado que el presidencialismo ha sido reemplazado en regímenes autoritarios y semidemocracias, como la brasileña entre 1961 y 1963. Nunca en democracia.
¿Qué explica la resiliencia del presidencialismo? Dos razones destacan. Primero, su reemplazo supone costos altísimos. Las reglas del presidencialismo son comparables a las que rigen a los deportes, las cuales establecen las atribuciones de los jugadores, cuánto rato pueden jugar, cuándo cometen infracciones, y cómo se dirimen los conflictos. Cambiar un sistema político obliga a todos los que jugamos en él a jugar bajo nuevas reglas, con el consiguiente costo de adaptación y riesgo de pérdida de beneficios. Las élites políticas y económicas ya tienen incorporadas las reglas del presidencialismo, y por lo tanto sus preferencias e intereses se han amoldado a ellas. Un nuevo sistema no necesariamente disminuirá el poder de las élites ni reemplazará a sus miembros. Pero sí implicará costos de transición con consecuencias sociales indeterminadas. Los votantes, en tanto, perderían un derecho importantísimo de representación: el de escoger al jefe de Estado y de gobierno. ¿Está usted dispuesto a que el puesto más influyente del país lo escojan los legisladores a sus espaldas?
Segundo, abandonar el presidencialismo no supone un beneficio ya que el presidencialismo permite dar soluciones a todo tipo de demandas, ya sean estas sobre equilibrio entre los poderes del Estado, representatividad, inclusión social, transparencia, o velocidad en los procesos de deliberación. Demandas de izquierda y derecha, de élites y masas, todas pueden ser acomodadas dentro del presidencialismo.
Por ejemplo, si en Chile la convención busca limitar el poder legislador del presidente y reforzar la influencia del congreso, no hay por qué mantener lo estipulado en el artículo 74 de la actual constitución, el cual permite a los presidentes declarar urgencia legislativa. O lo contenido en los artículos 65 y 67, que formalmente concentran casi todo el proceso presupuestario en el ejecutivo (ver Arana 201320152016a). Estos artículos refuerzan el poder presidencial, limitando la influencia del congreso en el proceso presupuestario y en su capacidad de fiscalizar el comportamiento del ejecutivo. Pero este desbalance se puede corregir sin necesidad de cambiar el sistema.
Críticas añejas y desinformadas
Las críticas al presidencialismo en el discurso público chileno están mayoritariamente basadas en malentendidos. Para entenderlo, es necesario revisar la distinción entre sistemas presidenciales, semipresidenciales y parlamentarios, los cuales abarcan más del 75% de los 195 estados independientes que existen.
Hace más de un siglo que existen proponentes sobre la presunta superioridad del parlamentarismo. Así argumentaba, por ejemplo, el ex Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, en un libro publicado en 1885. La discusión en la era moderna, sin embargo, empezó en 1990 con el artículo “Los Peligros del Presidencialismo” de Juan Linz en el Journal of Democracy. Aunque Donald L. Horowitz (1990) le contestó contundentemente en la misma revista que las mismas críticas hechas por Linz podían adjudicarse al parlamentarismo, los dardos estaban lanzados.
Como resumió Robert Elgie (2005), desde entonces ha habido tres “olas” de discusión académica sobre presidencialismo versus parlamentarismo. En la primera ola, predominante a principios de los 90, los críticos del presidencialismo aseguraban que el parlamentarismo era más conducente a la consolidación democrática. Luego, con Shugart y Carey (1992) surgió una segunda ola, predominante desde mediados de los 90 y que sigue fluyendo, en donde diversos autores apuntaron a la combinación de presidencialismo con otros factores (principalmente sistemas electorales, sistemas de partidos, y poderes presidenciales) como los causantes de problemas para consolidar democracias y progresar en otros temas, como déficits fiscales, libre comercio, y provisión de salud y educación (ver Shugart 1999). Luego, siguiendo a Elgie, una tercera ola ha analizado los sistemas políticos desde perspectivas teóricas más amplias, como la de jugadores de veto (Tsebelis 2002).
Actualmente no hay un debate académico encendido sobre cuál sistema político es más apto para la democracia, si bien hay una ligera inclinación en favor del parlamentarismo. Dicha inclinación se explica principalmente porque la toma de decisiones es más centralizada en los sistemas parlamentarios debido a que el poder ejecutivo es una creación del legislativo, lo que lleva a menos enfrentamientos entre ambos poderes y a un avance menos trabado del proceso legislativo (ver Cheibub y Limongi 2002). Es decir, las mayorías legislativas pueden gobernar con mayor facilidad. En cambio, en sistemas presidencialistas se dan más gobiernos divididos —cuando diferentes partidos o coaliciones controlan el ejecutivo y el legislativo— debido a que los representantes de ambos poderes son electos de manera independiente, lo que tiende a llevar a más conflictos entre ejecutivo y legislativo, a parálisis legislativa y a desajustes y descoordinación en el diseño y aplicación de políticas públicas.
Pero, en la práctica, estas diferencias de base se pueden invertir según las características de los sistemas electorales y de partidos. Un sistema parlamentario puede trabarse si tiene varios partidos en el legislativo y no logran formar mayoría. Por ejemplo, entre 2010 y 2011 Bélgica estuvo ¡589 días! sin un gobierno electo debido a su fragmentación legislativa. En 2016, España estuvo 10 meses sin conformar gobierno, lo que sólo pudo lograr tras dos elecciones. La estabilidad puede no llegar nunca: la parlamentarista Italia ha tenido 68 gobiernos en 75 años. Asimismo, un sistema presidencial bipartidista combinado con partidos disciplinados, un congreso fuerte, y poderes presidenciales limitados puede centralizar la toma de decisiones en el legislativo.
A su vez, el presidencialismo tiene una potencial ventaja democrática importante: mayor representatividad. Los primeros ministros surgen de acuerdos parlamentarios; no son electos por los ciudadanos. En cambio, los presidentes casi siempre son electos por voto popular (Estados Unidos es una excepción debido a su Colegio Electoral). Aunque la legitimidad dual del presidencialismo (tanto presidente como congreso pueden adjudicarse la representación popular) ha sido clave en las críticas históricas al sistema, un primer ministro jamás podrá reclamar el mandato popular que tienen los presidentes. Pero, de nuevo, la representatividad puede ser distorsionada de tal manera por los sistemas electorales, de partidos, y por prácticas como el clientelismo, la corrupción, y el lobby, que las diferencias basales se pueden invertir.
¿Y el semipresidencialismo?
El semipresidencialismo suele ser dejado de lado en este debate, ya que es de más reciente data: si bien se creó en Finlandia en 1919 y se usó en la República de Weimar alemana (1919-1933), el referente ha sido la Quinta República francesa, establecida desde 1958.
Hay quienes consideran a este sistema como un intermedio favorable entre los otros dos. El semipresidencialismo tiene un ejecutivo en el que coexisten un presidente electo popularmente con un primer ministro. El presidente ejerce como jefe de Estado, suele estar a cargo de conducir la política exterior y de defensa, mientras que el primer ministro es el jefe de gobierno y por lo tanto formalmente lidera la política doméstica. Hay dos variantes relevantes. En una, llamada premier-presidencial por Shugart y Carey (1992) y usada en países como Francia, Egipto, Argelia, Polonia y Portugal, el presidente puede escoger al primer ministro y a su gabinete, pero sólo el legislativo puede removerlos. En la otra, llamada presidencial-parlamentario por los mismos autores, el presidente también escoge al primer ministro y a su gabinete, pero tanto el presidente como el legislativo los pueden remover, lo que tiende a generar mayores fricciones entre ambos poderes. Esta versión existe en Austria, Rusia, Azerbaiyán, Taiwán y Mozambique.
En la práctica, lo que importa es si los presidentes cuentan con el apoyo legislativo mayoritario. Si es así, entonces ejercen como jefes de sus primeros ministros. Si no es así, entonces el presidente se ve forzado a compartir su poder con el primer ministro en el estatus llamado de cohabitación.
Dicha cohabitación ha sido considerada una virtud del semipresidencialismo porque permite que el poder se incline hacia quien tiene mayoría legislativa, evitando así la frecuencia de conflictos con el legislativo como los que se le adjudican al presidencialismo. Pero también ha sido caracterizada como un quebradero de cabezas por las disputas de poder entre presidentes y primeros ministros, tal como ocurrió entre 1997 y 2002 entre el presidente conservador francés, Jacques Chirac, y el Primer Ministro socialista, Lionel Jospin. Algunas cohabitaciones han terminado con presidentes gobernando a través de decretos o, peor aún, autoritariamente (Elgie, 2008).
En resumen, la disputa sobre sistemas políticos se asemeja a la discusión sobre si es mejor construir casas de madera (predominantes en Estados Unidos) o concreto (favorecidas en Chile). Primero, depende del contexto. Segundo, cada alternativa tiene ventajas y desventajas. Tercero, las desventajas iniciales se pueden mitigar. Una casa de madera puede ser atacada por termitas, pero las termitas pueden ser erradicadas. No es necesario demoler la casa. Lo mismo sucede con el presidencialismo.
Queda mucho por entender aún sobre el funcionamiento de los sistemas presidenciales. Por ejemplo, aunque se divulga muchísima información sobre los presidentes, poco se sabe sobre cómo las características individuales de los jefes de gobierno tienen un impacto sobre la gobernanza ejecutiva. Precisamente en mi investigación abordo este vacío, explorando cómo las personalidades de los presidentes y otras diferencias individuales (Arana 2016b2016c2020a2020b2021), así como el círculo íntimo presidencial (Arana 2012), impactan la toma de decisiones en el poder Ejecutivo. Pero aunque el presidencialismo ofrece una fuente casi inagotable de estudio, la discusión sobre la conveniencia de reemplazarlo pertenece al pasado.